La luna está distante. Se ve vacía. Distinta. Está más quieta que otras noches, más apagada quizás. Esta vez no me ha seguido hasta casa. Abrí la puerta y ahí dentro de mi habitación ya no estaba. Cerré las cortinas porque me da nostalgia ver el universo tan vacío, el cielo negro como un techo raso pintado a la mala. Sin las ganas de dios, sin trazos suaves ni detalles.
Ayer era un cuarto menguante, hoy simplemente era. Hoy es un vacío o un agujero infinito que me absorbe y me asusta. Me abruma y ya no consuela, ya nunca más.
El cielo ha perdido su color azul satinado del último verano, hay nubes sí, pero todas asustadas corren hacía los últimos extremos de cada horizonte. Allí se pierden, se esconden en el mar y ya no vuelven a salir. Quién las culpa, yo no podría. Quién culpa a la luna por haberse rendido?
Felizmente aún hay mañana, pero eso ya no importa. Llegará el atardecer y luego el fondo monocromático de la fotografía. El miedo y las historias de terror. Los fantasmas y los mitos. Los extraterrestres y los ciegos.
Pero los perros ya no aullarán, los gatos no maullarán. No habrán sombras teatrales ni reflejos sobre el mar. Las aguas serán calmas, mis pies en el agua estarán tibios.
No más brisa, no más lobos, no más princesas en peligro. No más besos a la luz de la luna, no más luna para darnos más besos. No más romance.
Ese fue y será el último cuarto menguante.
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