De repente se detuvo su respiración, y en el cielo explotaron un millón de esas pequeñas luces. El aura tibia del sol, rebotó sobre el espejo y sobre su vanidad insoluble. Las manos blancas se coloraron y mis ojos se dividieron en 3 pedazos, cada uno disperso en cada espacio. Mis brazos cruzaron las nubes esquivando los rayos multicolores y mis piernas jugaban a saltar sobre las cuerdas de las tres dimensiones.
Le di un abrazo a papá y le regalé un unicornio muerto al abuelo. Le dije a Dios que nadie me había seguido y le reclamé qué culpa tenía yo de haber encontrado aquel agujero negro debajo de la cama.
Él echó mis zapatos por un orificio, y su sonido en degradé lo convirtió en absoluto. Los guardianes rojos se echaron contra mi y me encadenaron. Sus ojos eran azules, y brillaban como el reflejo del sol sobre el mar de mediodía. La hora exacta de mi muerte, y los minutos de partida en aquella anticipada ceremonia de salvación.
El olor a eucalipto recetó mi discreción y me sostuve de las manos de un gigante. Descubrí en sus bolsillos un vacío que se parecía mucho a casa. Retomé el mismo camino cruzando la vía estelar. La aurora boreal irritada me cubría con angustia. Me volví tan predecible. Que hasta mis palabras desconcertaban.
Entregué mis llagas y mi casco destruido. La armadura de acero que quemaba fulgor verde, yacía sobre el jazmín, sobre el aroma más infinito. Le di cuerda al reloj de bolsillo y el tiempo dio vuelta atrás. Las manijas corrían a destiempo y mis codos lagrimaban a sangrar. Mi nariz se envenenaba con una ruleta rusa en el aire y mis parpados marchitos se jugaban al azar.
La novia de nadie había conquistado el cementerio a punta de un duelo de esgrima. La inservible serpiente podía aún más. La corona sujeta en la cien, los diamantes incrustados en el contorno de sus ojos. El abismo, la impotencia y el delirio, en cada pedido taciturno de compasión. La elegida había salido del bosque de plata a condenar a los que cultivan desechos. Un helecho conquisto mi razón, y me quedé dormido sobre una hamaca sin hilar viendo al sol nacer en un anochecer perfecto.
Los fuegos artificiales maravillaban el horario estelar. Las grietas de la luna se empezaban a cerrar. Los números carecían de sentido en el fuego, hasta en la carne cocida podía más el frío del averno. Sus ojos palpitaban e inundaron a cascar. Mis penas se corrigieron con la tabla de multiplicar. El hacha cortaba el agua, y dividía la eternidad en pedazos de ausencia. La demencia de la dulce espera le hacía proyectar un sueño sumergido en la mitad del mar.
Rogué por intuición y mis manos se escondieron en mis bolsillos. El sonido estridente del tilin tilin me condicionó a salir una vez más. Corrí hacía el entierro y me encontré con mi perfil entramado. Las manos al aire y un vaso sin agua sujetado por la nada. Los besos intuidos y una vez más la música; el redoble de tambores, las trompetas ahogadas, el chillar de los violines, el bong! del gong. Los cantos gregorianos, el vaivén de agua salada, el quiebre de un cristal. La melodía del final.
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